DICE HOUELLEBECQ que a él le gusta que las mujeres sobreactúen en el papel que tradicionalmente se les ha asignado “porque erotiza las relaciones entre hombres y mujeres y hace que la vida se vuelva más interesante. No tener géneros marcadamente definidos haría que la vida se volviera más aburrida”. Lo que dice el escritor francés es una tontería muy grande: en todos los lugares donde ha comenzado a imponerse el epicureísmo y el feminismo los géneros se igualan y el erotismo se despliega en más y mejores direcciones. Precisamente fue el cristianismo quien afirmó de forma radical la diferencia entre géneros (no hay más que leer una historia de la moda o el vestido) y redujo el sexo a la reproducción. Pero el rollo de Houellebecq ya lo conocemos porque vive de eso: del supuesto fracaso de los ideales ilustrados. En lo que respecta al feminismo siempre saca el mismo chascarrillo a relucir: la cantidad de mujeres superfeministas francesas, amigas de él (cuesta pensar que este tipo tenga amigas feministas, pero bueno), que tras muchos años de lucha se rinden y acaban viajando a Senegal para que un supernegro dominante las folle como putas baratas; de ahí extrae el fracaso del feminismo y la confirmación de que a las mujeres, en realidad, les gusta el papel secundario tradicional.
Pero justo lo contrario es lo que se puede tocar con los dedos. El feminismo va de victoria en victoria, es el movimiento que mayor transformación social está operando en el mundo entero. Tomemos el caso de España. ¿No nos acordamos ya de que, todavía en los años ochenta, TVE reponía una y otra vez las películas de Alfredo Landa y las de Esteso y Pajares, que arrasaban en audiencia? ¿No nos acordamos de que en aquella época Moncho Borrajo o Arévalo triunfaban en taquilla contando chistes de mariquitas (para mí la homofobia es una variante del machismo)? ¿De que Camilo José Cela podía presentar un libro y declarar “mis animales favoritos son el perro, la mujer y el caballo, por este orden” ante el aplauso generalizado del personal? ¿De que no había una sola mujer en el gobierno y, cuando la había, la ponían de “portavoz”? ¿De que pocos años antes las mujeres no se podían divorciar ni abrir una cuenta bancaria sin permiso del marido o padre de familia?
El feminismo ha cambiado nuestras vidas de una manera absoluta y para siempre, en solo cuarenta años, otra cosa es que no haya cumplido su programa de máximos, aquel que aboga por la indiferenciación de géneros, el que quiere reformar el idioma o el que denuncia el amor romántico tal como se ha practicado hasta ahora, pero es que para cambios de ese calado no hacen falta décadas, sino siglos. De eso vive Houellebecq, de que el feminismo no puede avanzar a la velocidad que quisiera y de que a las propias feministas les cuesta adecuar la práctica al discurso (el problema de todos los ideales ilustrados, que son a largo plazo), pero dentro de equis siglos, cuando la indiferenciación real entre géneros esté más cercana, las pataletas de Houellebecq sonarán igual de cómicas que suenan ahora las de Séneca en la Roma imperial, cuando, ante el avance del epicureísmo y del feminismo en la ciudad, escribía indignado a Lucilio denunciando que “las mujeres están empezando a penetrar sexualmente a los hombres”.