SE HABLA muy poco de lo rencorosos que se vuelven algunos libros si los abandonas a mitad de lectura. Tú puedes dejar sin daño la lectura de un periódico o la novela de un autor popular; pero pobre de ti si dejas la obra de un autor de cinco tenedores, llámese Proust, Ungaretti o Elizabeth Bishop, porque de inmediato te asediarán con reproches y hasta insultos.

–Analfabeto –te llaman ellos.
–Pedantes –les llamo yo.

Existen una serie de libros cuya lectura es necesaria para acreditar que eres un cráneo previlegiado, libros que se supone dan la medida de tu nivel y a los que sucumben hasta los lectores de mayor personalidad. Ya decía Ortega que el lector no tolera sentirse por debajo del autor y está dispuesto a fingir que “lo entiende” para conservar la buena opinión de sí mismo. A uno le puede disgustar lo mismo Charles Dickens que James Joyce, pero que no aguantes a Dickens solo habla de tu gusto y en cambio tu rechazo a Joyce genera preguntas más crueles: ¿Cómo que no te gusta Joyce? ¿Acaso lo entiendes? ¿Acaso posees el bagaje o eres lo bastante inteligente para comprenderlo?

Estos libros de alta cocina literaria, si los abandonas, te miran muy despechados desde las baldas de tu biblioteca, señalándote, acusándote, y la única manera de reconciliarte con ellos es retomarlos y leerlos hasta el final. Tras años de refriega e idos-a-tomar-viento-fresco, ya me reconcilié con mis faulkners, onettis o carlosfuentes, pero sigo conservando unos cuantos juanbenets, hermanbrochs y virginiawoolfs con los que aún no puedo, libros que he tenido que guardar detrás de los estantes para evitarme sus burlas y navajazos:

–No tienes nivel –me dicen ellos.
–Coñazos –les digo yo.