RECUERDO QUE en mi primer año de escuela, con cinco años, existía en mi colegio de Larrondo un aula reservada solo para jugar, y eran frecuentes las peleas entre alumnos a cuenta de los juguetes, que había en gran cantidad, de modo que las monjas tenían que intervenir para separarnos.
–¡Para qué os pegáis por un juguete –nos decían–, si los hay de sobra, y os vais a cansar de él al de cinco minutos!
Y era cierto: aquel juguete por el que nos habíamos peleado dejaba de interesarnos al de pocos minutos, momento en el que nos gustaba aquel otro, y más tarde aquel otro, y así. Esa necesidad de cambio y variedad era común a todos los niños, porque la infancia es así de ilimitada, infinita en sus posibilidades, y a cada poco queremos hacer algo distinto, o de otra manera, o con otra gente. Por eso resulta difícil de explicar cómo, treinta o cuarenta años después, la mayoría de esos niños ya no tienen inquietudes, ni curiosidades, ni lirismos, ni ganas de cambio, porque lo han sustituido todo por un matrimonio, un trabajo y una hipoteca. Ellos, que eran un continuo empezar, se han terminado. Ellos, que fueron la desinstalación permanente, se han instalado. Se aferraron a lo suyo y ya no quieren más riesgos ⇒ya no quieren descubrir juegos ⇒ya no quieren cambiar de juguete.