SEGURAMENTE UNA de las mayores mentiras que los escritores vitalistas y los coach motivacionales han contribuido a extender es la de que los fracasos enseñan, de que constituyen un paso ineludible para la construcción del carácter. Más bien al contrario: el fracaso continuado destruye el carácter, te vuelve mezquino, rencoroso y autodestructivo, además de que limita tu iniciativa futura: el perdedor mental se retira de las carreras, tiene miedo de volver a sufrir una paliza, ya no quiere luchar. Las derrotas no son siempre eso de-lo-que-uno-se-puede-recuperar, como nos cuentan los napoleones mentales: hay derrotas que son definitivas; naufragios que matan a los pasajeros; fracasos de los que uno ya no se puede levantar. Las únicas derrotas que sirven son aquellas que son muy leves o, siendo graves, vienen acompañadas de inmediato por sucesivas victorias, cosa que no siempre sucede. Decir lo contrario es pura fábula, pero los escritores son los excepcionalistas por excelencia: en sus libros es muy posible que las liebres derroten a los leones, pero en la selva...