SI ME preguntaran qué ha significado para mí la muerte de mi padre, hace diecisiete años, o el abandono de Iratxe, hace once, tendría que responder como el primer ministro chino Zhou Enlai, que, preguntado en 1972 por su opinión sobre la Revolución Francesa, dijo: “Es demasiado pronto para saber”.
Claro que esa frase, pronunciada en 1972 durante la visita de Richard Nixon a China, era demasiado bonita para ser cierta. La falsedad la destapó Charles W. Freeman Jr., que fue el intérprete de Nixon en aquel encuentro. Freeman aseguró que era "absolutamente evidente", por el contexto de la conversación, que Zhou Enlai no estaba aludiendo a 1789 sino al mayo del 68 francés, acontecido solo cuatro años antes. "Recuerdo muy bien el diálogo”, apostilló el intérprete, “y fue un malentendido demasiado delicioso como para ser corregido".
Y es que nos resistimos a imaginarnos una China distinta de la que leímos en las fábulas orientales. Todavía en los años ochenta, desde muchos círculos se nos decía que ni China ni India se harían nunca capitalistas, porque las filosofías orientales (hinduísmo, budismo, taoísmo, confucionismo) eran contrarias desde la raíz a la locura por la velocidad y la productividad. El propio Alan Watts sostenía que los chinos nunca iniciarían la carrera espacial “porque la idea de penetrar o violar el cielo con un cohete les horroriza”. Solo cuarenta años después de tanto romanticismo, China es por desgracia una potencia espacial y por ende capitalista. Habla Allen Ginsberg: “Yo soy budista, pero el budismo en Asia cumple la misma función que el cristianismo en Europa: la de adormecer a la población para impedir que se rebele contra las autoridades”.