DICE SCHOPENHAUER que la naturaleza nos utiliza para sus propios fines; que es ella la que nos permite estar guapos a los veinte años para que copulemos y tengamos hijos pero, una vez que nos ha usado, nos quita nuestra belleza porque ya no le hace falta. Formar un matrimonio y tener hijos, para este filósofo, es algo que no nos conviene a nosotros pero sí que le conviene a la voluntad ciega de la naturaleza, que quiere sobrevivirse. Dándole vueltas a este pensamiento del pesimista alemán, he tenido otro que me parece más certero con respecto a mí. Creo que la naturaleza, cuando eres muy joven o adolescente, te llena de ambiciones sin medida, de unas ganas de comerte el mundo insensatas, pero luego, cuando llegas a los cuarenta años, esa misma naturaleza te dota de repente de una lucidez extremas, que hace que veas tus antiguos sueños de grandeza como ridículos y hasta estúpidos, justo cuando ya es demasiado tarde, lo mismo para regresar que para seguir adelante, lo que hace que te quedes en una tierra de nadie, con cara de ratón que olvidó su agujero, sin saber qué hacer. Desde que cumplí cuarenta años, noto dos tendencias opuestas en mí: la primera es continuar con mi egolatría y pegarle el susto definitivo a la literatura española, pero junto a esta tendencia, que cada vez es más débil o no sé ya si me la creo, ha surgido otra que me empuja a abandonar todo e irme a un atolón del Pacífico a hablar con los peces. De esta incertidumbre creo que no soy el único responsable sino que ayuda mucho la naturaleza: es ella la que nos empuja a ser incendiarios con veinte años y pobres bomberos de nuestros sueños a los cuarenta.