LA LITERATURA se justifica por sí misma. No entiendo al escritor amargado. Al que llega a suicidarse por su falta de éxito, como se dice que hizo Kennedy Toole (pero es falso, solo mandó La conjura de los necios a un editor y este ni siquiera lo rechazó de plano, sino que sugirió hacer algunos cambios). Qué suerte tuve yo al adivinar, por mi personalidad y biografía, que iba a acabar solo y que la literatura iba a corregir esa soledad hasta hacerla multitudinaria. Aunque no sé si he sido yo o ha sido más bien la propia literatura la que me ha conducido a la soledad, la que me ha hecho insufrible que no puedas hablar en la calle con ningún Tácito o ningún Montaigne.
Pero la literatura cuesta. Hay que pasar por un largo período de tropiezos y falseamientos. Es como el atletismo de fondo: uno no empieza a disfrutar de las carreras largas hasta que hace un cuerpo y unos músculos adaptados a ellas. Recuerdo mi primer contacto con Joyce, Faulkner, Musil, Broch, Onetti, Virginia Woolf: no me enteraba de nada, tampoco los disfrutaba. Tuve que leerme tres veces Mientras agonizo, de Faulkner, para entenderla cabalmente. Me leí la obra poética completa de Bishop, Quasimodo y Celan y fue como coronar el Annapurna sin oxígeno. El propio Borges, que hoy es de mis escritores más sencillitos, me parecía dificultoso en la primera lectura que le hice. O Proust. Constantemente me volvía contra mí mismo y me acusaba: “Ah, Batania, este es el problema de haberte embarcado en la literatura por ambición y no por vocación”.
La vocación se inventa, sin embargo. Se trabaja. Desde hace unos cinco años, vivo dentro de los libros con toda naturalidad. Hasta sería uno de los mejores períodos de mi existencia si no fuera porque en esta franja cogí el coronavirus, la peor enfermedad de mi vida, que me duró más de 18 meses y aún no la he soltado del todo. Cinco años en que casi nunca estoy enfadado y mi desequilibrio florece; cinco años en que la realidad solo me interesa para trollearla y los demás me parecen una bola de grasa.
No me hace falta escribir nada bueno, aunque lo intente, ni ser más conocido, error que cometí cuando era demasiado joven y quería ser. La literatura me lo da todo. Es mi castillo inexpugnable. Mi círculo de fuego. El jardín donde hago peinados raros a mis monstruos más hermosos.