SI UN grupo de extraterrestres llegara a un planeta Tierra ya deshabitado en el que, sin embargo, se hubiera conservado una biblioteca, estoy seguro de que los alienígenas, al leer las obras, lo mismo de literatura que de filosofía, quedarían asombrados: “¡Qué seres más intensos debieron ser esos humanos!”, se dirían, o "¡qué vida más agitada llevaron!".
La realidad es que la existencia es un encefalograma plano en el 99% de los casos. Vivir consiste en repetirse y la palabra que define al ser humano, el adjetivo que mejor le sienta, es cobarde. Ese es el problema de raíz de la escritura: los escritores sobrevaloran o infravaloran, son seres incapaces de valorar simplemente, salvo algunas escuelas orientales (y ni esas, porque hasta las distintas cuadras budistas son a menudo hostiles entre ellas). El escritor es un tipo sin apenas vida cuyo cerebro sin embargo a menudo está ardiendo: es un tipo tan cobarde como el resto pero que delante del folio se crece. La literatura y la religión y la filosofía humanas llevan dentro de sí el defecto del pablodetarsismo, del nietzscheanismo, del almafuertismo, esto es, el cáncer de la exageración o de dar a la vida mucha más importancia de la que se merece. Ese mismo defecto es precisamente el que genera los lectores: nos acercamos a los libros porque dentro de ellos la vida es más.