NO ES cierto que a las personas guapas se les acabe la belleza a los 30 o a los 40, mucho menos a los 50. Una persona guapa lo es siempre, porque la belleza no consiste solo en unos rasgos faciales o corporales, sino en una panoplia de gestos, movimientos y hasta maneras de hablar que se han construido gracias a esa belleza, a esos millones de miradas gratis que se acumularon en su mente. La persona guapa compone poses al sentirse observada, y cuando habla sabe que tiene privilegio: que a ella se le permite llegar más lejos. Una persona guapa tiene bulo por serlo y puede conservar la vanidad y el mal genio que la sociedad no nos permite conservar a los que somos feos: por eso los guapos en muchos sentidos son más salvajes y auténticos. A estas personas tan agraciadas en lo físico, después de componer poses y ser el centro de atención durante treinta años, ni las arrugas ni los michelines consiguen eliminar nunca todos esos aprendizajes sincrónicos y gestuales, que pasan a ser menos barrocos y más clásicos = más bellos. Me he pasado toda la vida amando a mujeres mayores de cincuenta años, masturbándome con mujeres mayores de cincuenta años, y ya hace treinta años me decía “lo buena que va a estar Julia Otero cuando supere los cincuenta años, lo buena que se va a poner Jennifer Lopez cuando entre en la cincuentena; lo buena que se va a poner Cristina Kirchner…”, porque las mujeres veinteañeras, no digo que sean feas, pero padecen de un problema grave de indiferenciación (no hay más que ver un concurso de misses) no solo físico sino cinético y verbal: todas se mueven y hablan de forma muy parecida. Una mujer de cincuenta años que ha sido guapa desde que iba a preescolar es uno de los espectáculos más maravillosos de la naturaleza: desprendida de la belleza fácil de la adolescencia, conserva ahora la belleza profunda de los gestos, las maneras, las palabras y los silencios: es una belleza honda, despaciosa, rítmica, musical, que después de décadas de maceración adquiere al fin toda su personalidad.