MI EVOLUCIÓN de escritor político a antipolítico, que es una evolución poco clara que admite muchos regresos, se explica por mi hostilidad contra todo territorio que supere el tamaño de un barrio o un pueblo. ¿Puede existir una comunidad política sin territorio, que no esté condicionada por el nosotros raigal? Porque hasta movimientos aparentemente transnacionales, como el feminismo, el antirracismo o el LGTBI, operan desde lo nacional, bien desde las naciones oficiales o desde las oficiosas, y, al hacerlo, contribuyen a garantizar esa estructura nefasta. Ni siquiera el ecologismo ha trascendido de verdad hacia lo universal, porque ha encallado en la peste del “salvador euroblanco” (Greta Thunberg y demás).
En esta línea, cada vez comprendo más a los epicúreos y a los budistas en su recomendación de mantener la distancia con lo político, y me he acordado, en la correspondencia entre Stefan Zweig y Hermann Hesse, de esta carta de Zweig, enviada en 1935 a su colega alemán, que tengo subrayada:
He aprendido a detestar honradamente la política, que siempre tiene que sobredimensionar las cosas, que traiciona a la palabra por la consigna, al dogma por su hipérbole, y he aprendido a detestarla como el polo opuesto a la justicia. La he visto ya en demasiados países como para no saber que la política no es, como decía Napoleón, el destino moderno, sino únicamente la incierta sombra de movimientos que ni siquiera a nosotros nos está dado identificar; sólo es, en realidad, un juego, tanto más fortuito cuanto más legal y teórico se muestra hacia el exterior. Creo con firmeza que es precisamente esa exteriorización la que tiene que forzar una interiorización de los mejores, y en la misma medida en que los otros se vuelven más gregarios, con tanta mayor tozudez afirmarán su derecho los hombres que caminan solos.