UNA DE las maravillas y felicidades de vivir solo es que te puedes regodear en ducharte una sola vez al mes, dos como mucho en el caso de que realices algún esfuerzo extraordinario, y esa práctica no solo es una aberración sino que es la mejor manera de conservar el olor de tu cuerpo, perdido a menudo en nombre de la sobre-higiene que te impone esta idiota y falsa y esnobista sociedad. Un cuerpo tiene que oler a cuerpo: si lo lavas y duchas y frotas y embadurnas cada día con productos comprados a los mercaderes, pierde sus propiedades y pasa a oler a limpio o a no oler a nada, porque se queda sin defensas y queda expuesto a cualquier olor ajeno. En las temporadas en que he vivido con otros y que, por respeto a la locura ultrahigiénica que comparte casi todo el mundo, he tenido que transigir en ducharme todos los días, he podido comprobar que cuanto más me duchaba más me afectaba el menor esfuerzo o sudor más mínimo, que me hacían oler mal enseguida, porque mi cuerpo había perdido esas propiedades regeneradoras que eliminan los olores; mi cuerpo, que antes era un cuerpo fuerte que olía a cuerpo, se había vuelto un cuerpo débil que solo olía a limpio; había cambiado su olor natural, que es personal e intransferible, por un olor standard y artificioso. Y aunque en este asunto la incomprensión que padezco es general, me gusta recordar que en el Reino Unido, durante la sequía que padeció a principios de los 90, el entonces primer ministro John Major compareció en televisión y dijo, con vistas a dar ejemplo para que la población consumiera menos agua, que su mujer y él, aunque se lavaban las manos y la cara todos los días, solo se duchaban una vez cada quincena, y que era más que suficiente para conservar la higiene. ¡Una ducha cada quince días! ¿Os imagináis la catástrofe capitalista que acontecería si nos aplicásemos el cuento del primer ministro británico, lo que nos ahorraríamos en recibos del agua, pócimas, ungüentos, champús, gels, acondicionadores y demás fruslerías del mercado? Pero da igual: ya sé que éste es un asunto perdido desde que la sociedad de consumo logró que nos pareciera que huele mal el olor natural de nuestra piel. Así que os doy toda la razón. Por tanto, seguid siendo felices oliendo a limpio, que yo prefiero ser feliz oliendo a mí.