LO QUE llamamos conciencia consiste al 90% en la conciencia que hemos mantenido durante los tres últimos años, cinco como mucho, dependiendo de las circunstancias por las que hayamos pasado. Si perdemos un familiar querido, cambiamos de trabajo o sufrimos una ruptura amorosa traumática, la conciencia puede cambiar aún más rápido, pero siempre actuará del mismo modo, despacio, subrepticiamente, engañándonos, haciéndonos creer que somos los mismos de toda la vida. Cómo será de camaleona nuestra conciencia, que cuando he tratado de imaginar una conversación entre el Batania de hoy, que es ateo o agnóstico (es que no sé bien qué soy), y el Batania de los once años, que era un fanático de Jesucristo; o qué le diría el antinacionalista visceral, el que soy actualmente, al nacionalista vasco que aún era con dieciocho, siento que no solo hay una distancia grande entre un Batania y otro, sino que somos dos personas diferentes. La razón de que uno piense que es el mismo, cuando cualquier mirada al pasado nos descubre que no es cierto, es que la conciencia funciona como una formidable amortiguadora que nos oculta las sucesivas transiciones por las que pasamos de una personalidad a otra. Este mecanismo sería solo cómico si no fuera además gravísimo, porque lo que significa es que la conciencia, esto es, esa centralita interior que a menudo confundimos con la SINCERIDAD ABSOLUTA, ¡resulta que nos miente! ¡Y no con mentiras pequeñas, ojo, sino con mentiras tan colosales que nos permite pasar de creyente a ateo o de abertzale a antiabertzale como si nada! Esta constatación es la que me hace preguntarme a menudo: ¿quién está al volante de mi cerebro? ¿Participo yo en la toma de decisiones o todo lo dirige entre bastidores un siniestro piloto automático? ¿Estará mi conciencia siendo ahora sincera conmigo o me está ocultando en este mismo minuto otra transición de mi personalidad?