Dice Camus en La sangre de la libertad que el jerarca nazi Heinrich Himmler, que había convertido el asesinato de masas en su ciencia y oficio, acostumbraba a entrar por la puerta trasera de su casa, cada vez que volvía nocturno o de madrugada, para no despertar a su canario favorito. Lo curioso de esta anécdota camusiana es que, cada vez que la he referido, no me he encontrado con nadie que me haya defendido a Himmler o al menos haya tomado lo de su canario como una circunstancia atenuante. Nadie me ha dicho: “Bueno, esto demuestra que hay esperanza para el género humano y que no existe el mal puro y permanente: hasta el más miserable tiene un canario de sensibilidad”. Muy al contrario, cuando refiero la anécdota la gente se enerva, enarca las cejas y multiplica su indignación. Y es que nos repugna la sensibilidad en el genocida o la bondad en el criminal: no soportamos ni siquiera un átomo de ternura en los canallas. No consentimos que en lo moral se acierte en un detalle y se yerre en lo básico, porque entonces hasta el propio detalle se nos vuelve sospechoso, y al final nos parece que el sueño apacible del canario favorito de Himmler, tan bello a priori, estuviera ayudando a que los perseguidos por los nazis no pudieran dormir.