UNO TIENE que darse cuenta del mecanismo cancerígeno del diálogo que se vuelve discusión que se vuelve combate, aquel donde uno ya no lucha por sus argumentos sino por su ego, por su puto orgullo de mierda, "por mi reputación", como le dijo Sartre a Camus en aquella carta en Les Temps Modernes que acabaría con su amistad, y ello trae réplicas y nuevas contrarréplicas que no llevan a ninguna parte sino a un gasto baldío de energías. Ya dice Žižek que solo se puede mantener debates con personas cuyas opiniones no son muy lejanas a las tuyas; cuando las opiniones de una persona y otra son radicalmente contrarias, lo que viene es el diálogo de sordos o, más a menudo, la pelea y la mala baba y el sacar-lo-peor-de-ti-mismo.
Mientras los famosos debates del pasado (aparte del Camus-Sartre, recuerdo un Vargas Llosa vs Benedetti, o un Cortázar vs Arguedas, o un Ortega vs Unamuno) constaban de una o dos réplicas que a veces eran muy largas (la carta de Camus a Sartre se extendía 28 folios y la respuesta del filósofo 26), en Internet te puedes replicar y contrarreplicar cincuenta veces, muchas veces con dos o tres palabras, a menudo insultos, a cada réplica con más zafiedad y encarnizamiento, lo que solo genera ruido y orgullo macho incluso cuando discuten ellas, porque querer imponerse por encima de todo es puro patriarcado. Cuántas veces he pensado que los foros de los diarios ganarían mucho si se limitaran a permitir la opinión pero no la réplica, porque son las continuas réplicas y contrarréplicas las que los arruinan. Cómo me gustaría una sociedad donde el-tener-razón-a-toda-costa estuviera mal visto desde la escuela y unos diarios cuyos foros llevaran en el fronsticipio esta frase: "ERA TAN TONTO QUE SIEMPRE QUERÍA TENER LA ÚLTIMA PALABRA".